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viernes, 21 de diciembre de 2012

Ecología y poesía, para un fin de año




Es de esta actividad en interacción sensible con la naturaleza que empiezan sus grandes interrogaciones y elucubraciones. Surgen así religión, arte y filosofía. El hombre era un ser al servicio de la naturaleza. Lo que no comprendía lo atribuía a un inmanente carácter divino, pues naturaleza y divinidad eran concomitantes.

Con la evolución del pensamiento humano, con los desarrollos en la ciencia y la tecnología, el hombre se interesó más en la vida, en su aventura terrestre antes que en una posible segunda oportunidad en la existencia ulterior, supranatural. El Renacimiento, con su impulso por ver en lo humano la mejor concreción de lo divino, situó al hombre como centro de toda acción cultural y creativa.

La naturaleza era un traspatio de aventuras para el intelecto, el espíritu y el afán dominador del ser humano. El hombre se propuso no solo conquistar los espacios y los elementos naturales, sino gradualmente, en la medida en que se entronizó el racionalismo, superar a la naturaleza. Su fin era la prosperidad y para esto debía subyugar su entorno y explotarlo. Si para los antiguos los elementos naturales representaban valores divinos, muestras del temperamento olímpico, de su poder, volubilidad y predominio, con los renacentistas la naturaleza se vuelve un espacio estético, fondo donde actúa el sol epicéntrico, el hombre, escenario para su racionalidad. Su creciente inteligencia repondría lo que natura no fuera capaz de proveer. Robinson en una isla solitaria se convertía en un próspero capitalista. Empezamos a renunciar a la debida armonía.

Los románticos dieron un valor subjetivo a la naturaleza. Ellos encontraron en los cotos del agua, los árboles, los pájaros y el cielo energías cambiantes, concomitantes con los estados anímicos y emotivos de los hombres. Con los románticos la naturaleza se humaniza, es arte y creación, es espejo de subjetividad y signo de una fuerza que está más allá que el hombre pero que no lo apabulla sino que lo modela y le corresponde.

Una muestra típica es el archicitado poema al Niágara del gran romántico cubano José María Heredia. El poeta se asombra ante el espectáculo de las voraginosas aguas que fluyen, caen, se elevan, se pierden, y establece una empatía con aquellas pues halla en las mismas una ilustración de las causas de su angustia y del trazado de su destino. Ilustración que es una elucidación. Al ver se reconoce y entonces se entiende mejor. Así de cercana es la naturaleza para los románticos. No es que la quisieran mejor, sino que en sus reacciones verificaban un reflejo de la dinámica de su subjetividad. La naturaleza era el espejo del alma.

Tal vez sea a partir de este nuevo vínculo, sobre todo con la mirada fraterna y asociativa de los trascendentalistas, que ven en cada gesto y acto natural un signo del designio divino que recupera la antigua relación con la naturaleza. En esta intuición está el germen del sentido ecológico. La ecología es naturaleza unida a la conciencia humana sobre ella y el modo en que esta relación se despliega.

Ella nace del concepto de que el medio es un organismo vivo, intervinculado con el hombre. El entorno es tan meridiano en la calidad de vida que no se puede desligar del humanismo. Como ha dicho un personaje de Anne Michaels en su novela Piezas fugitivas, “¿Qué es una persona sin paisaje?” Respondería: un fantasma de carne y huesos, menos que un animal.

Si bien el humanismo se enfocó estrechamente, en su despertar renacentista, a los asuntos estrictamente del hombre, ahora se entendía que no hay ser humano sin entorno natural humanizado. El humanismo contemporáneo pasa por ese sentido ecológico de la vida. El hombre no puede seguirse imaginando como dueño y señor del universo, un ave rapaz que saca de ella todo lo que necesita y luego la lanza como un resto inútil. Nuestros abusos contra la naturaleza no sólo son criminales sino que son inmorales y anti-estéticos por demás.

Ningún acto destructivo puede considerarse como un hecho cultural, pues lo cultural es aquello que cultiva. Dañar el entorno es afearlo. Es un atentado contra la razón (cómo si no entender que alguien arruine lo que le da vida) y la sensibilidad humana (cómo simpatizar con un acto que no estimula sentimientos positivos o sublimes sino todo lo contrario).

Al mirar a mi lado presencio cotidiana, permanentemente, las injusticias que contra el medio cometemos. Esto no puede dejar de preocuparme por sus nefastas consecuencias. Todos nos percatamos de los violentos cambios que el clima sufre. Particularmente he percibido que el mundo animal de mi niñez ha mermado. En mi memoria de juegos y andanzas por los montes de la isla recuerdo ranas, jubos, cocuyos, bijiritas, salamancas, esperanzas, caballitos del diablo, auras, que plagaban el espacio inmediato de mi infancia. Ahora cuesta ver tal variedad y número de criaturas. Casi todo se reduce al cerdo y las gallinas en un estado de esclavitud animal. Un poco mejor el perro y el gato, más cercanos a las veleidades humanas.

Si quiere corroborarse hágase un simple experimento. Pídasele a un niño que nombre pájaros o flores o frutos. Se comprobará que pájaro es el nombre para todas las aves y flor para todas las flores. Su vocabulario ha empobrecido porque su práctica vital se ha vuelto mezquina. A veces pienso que, de seguir los desafueros naturales como van, en el futuro los zoológicos no necesariamente exhibirán leones y camellos, sino también todas estas criaturas que una vez fueron compañeras comunes del hombre. Iremos allí para ver un sapo o un grillo.

En lo particular, me da una alegría inefable, cuando entre las matas de la minúscula terraza de mi patio veo un caguayo, una rana o los gorriones a quienes todos los días pongo pan y agua. Me digo, Todavía la naturaleza no ha abandonado mi casa. Ese pedacito de verdor y vitalidad es mi acto de defensa de mi condición de hombre natural.

Entonces no me parece desusado clamar porque la naturaleza vuelva a las letras. La nada y el hastío han invadido los cotos de la poesía. Tiene lógica pues es lo que avistamos cada día desde que nos levantamos. La ciudad, la parafernalia moderna, la preponderancia tecnológica vinculada al Imperio de la Necedad, nos ha hecho reaccionar de ese modo, gritando, descubriendo fealdades, destruyendo posturas complacientes. Brodsky se apoya en Pushkin, para describir el aburrimiento de una vida desvalorizada: “En todos los elementos, el hombre no es sino tirano, prisionero o traidor.” Ese triple papel del hombre deshumanizado (que a mí se me hace sinónimo de desnaturalizado, o sea alejado de la naturaleza, la propia y la circundante) es el que produce este mundo hostil o, para describirlo con Brodski, “en todas partes salen a recibirte la crueldad y la idiotez”.

La poesía de estos tiempos es descendiente directa del barbaric yawp de Whitman, ahora amplificado ese bramido bárbaro por los altoparlantes de Internet para todo el universo. Es de tal urgencia y magnitud el pavor que dejamos un poco apartada la naturaleza para sacudir al hombre. Sin embargo, es necesario que echemos nuestro grito desesperado también a favor de esta.

En mi poesía la misma es una presencia constante, quizás por cierto ímpetu romántico que la anima. Sin embargo, esto ha producido extrañezas e incomprensiones. Una amiga, buena persona y excelente poeta por demás, me dijo al leer mi libro Hebras, donde el tema es sistemático, que yo era una ‘gente suave’. Esto se traduce como algo cercano a un ángel, o sea, sin mayores conflictos. No creo que sea así. Hablo de los conflictos sociales más persistentes y relevantes, pero guardo una amable mirada para cantar permanentemente el entorno que nos redime. A veces lo hago como añoranza de lo que debe ser, otras como crítica de lo que es, pero hablo porque tengo conciencia de la magnitud de este asunto. Además porque pienso que no hay recuperación posible de nuestra bondad y nuestro humanismo si no recuperamos nuestra generosa intimidad con la naturaleza.

Los poetas contemporáneos frecuentemente nos hemos dedicado más a imprecar que a cantar. Lo hemos tenido por más eficaz y urgente. Sin embargo, creo que debemos cantar más, sobre todo las bondades del propio hombre –las que le quedan – y de la naturaleza. Esto me lo propuse en mi cuaderno Camino a Mandalay. La exaltación de lo valedero se alza en condena de lo execrable.

Hermosamente lo ha puesto el poeta español Gustavo Martín Garzo, “el poeta escribe para agradecer”. Sí, creo que es una profunda razón de poesía, agradecer las hermosuras, grandezas y maravillas que no siempre vemos o apreciamos, e incluso a veces arruinamos, pero que nos acogen, conforman y animan.

A veces ante problemas más aparente o aparatosamente inmediatos llegamos a olvidar otros. Mas recordemos, el hombre es un ser armónico: debe asociarse y sopesar todo equilibradamente. En perspectiva el dilema ecológico es de vida o muerte. Entonces no está mal que ocupe en nuestras creaciones el lugar que le corresponde. Si no lo hacemos no habrá luego odas al Niágara sino lamentos

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